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viernes, 19 de marzo de 2021
VIRTUDES DE SAN JOSÉ
ORACIONES A SAN JOSÉ
CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Con corazón de padre: así José amó a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios «el hijo de José»[1].
Los dos evangelistas que evidenciaron su figura, Mateo y Lucas, refieren poco, pero lo suficiente para entender qué tipo de padre fuese y la misión que la Providencia le confió.
Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de los cuatro sueños que tuvo (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y duro viaje de Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre, porque en otro sitio «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pastores (cf. Lc 2,8-20) y de los Magos (cf. Mt 2,1-12), que representaban respectivamente el pueblo de Israel y los pueblos paganos.
Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20).
En el templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a la madre, presentó el Niño al Señor y escuchó sorprendido la profecía que Simeón pronunció sobre Jesús y María (cf. Lc 2,22-35). Para proteger a Jesús de Herodes, permaneció en Egipto como extranjero (cf. Mt 2,13-18). De regreso en su tierra, vivió de manera oculta en el pequeño y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea —de donde, se decía: “No sale ningún profeta” y “no puede salir nada bueno” (cf. Jn 7,52; 1,46)—, lejos de Belén, su ciudad de origen, y de Jerusalén, donde estaba el templo. Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, que tenía doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el templo mientras discutía con los doctores de la ley (cf. Lc 2,41-50).
Después de María, Madre de Dios, ningún santo ocupa tanto espacio en el Magisterio pontificio como José, su esposo. Mis predecesores han profundizado en el mensaje contenido en los pocos datos transmitidos por los Evangelios para destacar su papel central en la historia de la salvación: el beato Pío IX lo declaró «Patrono de la Iglesia Católica»[2], el venerable Pío XII lo presentó como “Patrono de los trabajadores”[3] y san Juan Pablo II como «Custodio del Redentor»[4]. El pueblo lo invoca como «Patrono de la buena muerte»[5].
Por eso, al cumplirse ciento cincuenta años de que el beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, lo declarara como Patrono de la Iglesia Católica, quisiera —como dice Jesús— que “la boca hable de aquello de lo que está lleno el corazón” (cf. Mt 12,34), para compartir con ustedes algunas reflexiones personales sobre esta figura extraordinaria, tan cercana a nuestra condición humana. Este deseo ha crecido durante estos meses de pandemia, en los que podemos experimentar, en medio de la crisis que nos está golpeando, que «nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. […] Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos»[6]. Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. A todos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud.
1. Padre amado
La grandeza de san José consiste en el hecho de que fue el esposo de María y el padre de Jesús. En cuanto tal, «entró en el servicio de toda la economía de la encarnación», como dice san Juan Crisóstomo[7].
San Pablo VI observa que su paternidad se manifestó concretamente «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio al misterio de la Encarnación y a la misión redentora que le está unida; al haber utilizado la autoridad legal, que le correspondía en la Sagrada Familia, para hacer de ella un don total de sí mismo, de su vida, de su trabajo; al haber convertido su vocación humana de amor doméstico en la oblación sobrehumana de sí mismo, de su corazón y de toda capacidad en el amor puesto al servicio del Mesías nacido en su casa»[8].
Por su papel en la historia de la salvación, san José es un padre que siempre ha sido amado por el pueblo cristiano, como lo demuestra el hecho de que se le han dedicado numerosas iglesias en todo el mundo; que muchos institutos religiosos, hermandades y grupos eclesiales se inspiran en su espiritualidad y llevan su nombre; y que desde hace siglos se celebran en su honor diversas representaciones sagradas. Muchos santos y santas le tuvieron una gran devoción, entre ellos Teresa de Ávila, quien lo tomó como abogado e intercesor, encomendándose mucho a él y recibiendo todas las gracias que le pedía. Alentada por su experiencia, la santa persuadía a otros para que le fueran devotos[9].
En todos los libros de oraciones se encuentra alguna oración a san José. Invocaciones particulares que le son dirigidas todos los miércoles y especialmente durante todo el mes de marzo, tradicionalmente dedicado a él[10].
La confianza del pueblo en san José se resume en la expresión “Ite ad Ioseph”, que hace referencia al tiempo de hambruna en Egipto, cuando la gente le pedía pan al faraón y él les respondía: «Vayan donde José y hagan lo que él les diga» (Gn 41,55). Se trataba de José el hijo de Jacob, a quien sus hermanos vendieron por envidia (cf. Gn 37,11-28) y que —siguiendo el relato bíblico— se convirtió posteriormente en virrey de Egipto (cf. Gn 41,41-44).
Como descendiente de David (cf. Mt 1,16.20), de cuya raíz debía brotar Jesús según la promesa hecha a David por el profeta Natán (cf. 2 Sam 7), y como esposo de María de Nazaret, san José es la pieza que une el Antiguo y el Nuevo Testamento.
2. Padre en la ternura
José vio a Jesús progresar día tras día «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,52). Como hizo el Señor con Israel, así él “le enseñó a caminar, y lo tomaba en sus brazos: era para él como el padre que alza a un niño hasta sus mejillas, y se inclina hacia él para darle de comer” (cf. Os 11,3-4).
Jesús vio la ternura de Dios en José: «Como un padre siente ternura por sus hijos, así el Señor siente ternura por quienes lo temen» (Sal 103,13).
En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de ternura[11], que es bueno para todos y «su ternura alcanza a todas las criaturas» (Sal 145,9).
La historia de la salvación se cumple creyendo «contra toda esperanza» (Rm 4,18) a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo diga: «Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: “¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad”» (2 Co 12,7-9).
Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura[12].
El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros. El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad. Sólo la ternura nos salvará de la obra del Acusador (cf. Ap 12,10). Por esta razón es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura. Paradójicamente, incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La Verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32): viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie, celebra con nosotros, porque «mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 24).
También a través de la angustia de José pasa la voluntad de Dios, su historia, su proyecto. Así, José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia.
3. Padre en la obediencia
Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su plan de salvación, también a José le reveló sus designios y lo hizo a través de sueños que, en la Biblia, como en todos los pueblos antiguos, eran considerados uno de los medios por los que Dios manifestaba su voluntad[13].
José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María; no quería «denunciarla públicamente»[14], pero decidió «romper su compromiso en secreto» (Mt 1,19). En el primer sueño el ángel lo ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta fue inmediata: «Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24). Con la obediencia superó su drama y salvó a María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: «Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país. Y cuando en un tercer sueño el mensajero divino, después de haberle informado que los que intentaban matar al niño habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su madre y que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre y entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21).
Pero durante el viaje de regreso, «al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es la cuarta vez que sucedió—, se retiró a la región de Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret» (Mt 2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató que José afrontó el largo e incómodo viaje de Nazaret a Belén, según la ley del censo del emperador César Augusto, para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue precisamente en esta circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el censo del Imperio, como todos los demás niños (cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de resaltar que los padres de Jesús observaban todas las prescripciones de la ley: los ritos de la circuncisión de Jesús, de la purificación de María después del parto, de la presentación del primogénito a Dios (cf. 2,21-24)[15].
En cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia, enseñó a Jesús a ser sumiso a sus padres, según el mandamiento de Dios (cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Jesús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha voluntad se transformó en su alimento diario (cf. Jn 4,34). Incluso en el momento más difícil de su vida, que fue en Getsemaní, prefirió hacer la voluntad del Padre y no la suya propia[16] y se hizo «obediente hasta la muerte […] de cruz» (Flp 2,8). Por ello, el autor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús «aprendió sufriendo a obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que José «ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente “ministro de la salvación”»[17].
4. Padre en la acogida
José acogió a María sin poner condiciones previas. Confió en las palabras del ángel. «La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio»[18].
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. Parecen hacerse eco las ardientes palabras de Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse contra todo el mal que le sucedía, respondió: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?» (Jb 2,10).
José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia.
La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo de David, no temas» (Mt 1,20), parece repetirnos también a nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado nuestra ira y decepción, y hacer espacio —sin ninguna resignación mundana y con una fortaleza llena de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero está allí. Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos reprocha algo, Él «es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1 Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm 8,28). Y san Agustín añade: «Aun lo que llamamos mal (etiam illud quod malum dicitur)»[19]. En esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la responsabilidad en primera persona.
La acogida de José nos invita a acoger a los demás, sin exclusiones, tal como son, con preferencia por los débiles, porque Dios elige lo que es débil (cf. 1 Co 1,27), es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68,6) y nos ordena amar al extranjero[20]. Deseo imaginar que Jesús tomó de las actitudes de José el ejemplo para la parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).
5. Padre de la valentía creativa
Si la primera etapa de toda verdadera curación interior es acoger la propia historia, es decir, hacer espacio dentro de nosotros mismos incluso para lo que no hemos elegido en nuestra vida, necesitamos añadir otra característica importante: la valentía creativa. Esta surge especialmente cuando encontramos dificultades. De hecho, cuando nos enfrentamos a un problema podemos detenernos y bajar los brazos, o podemos ingeniárnoslas de alguna manera. A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener.
Muchas veces, leyendo los “Evangelios de la infancia”, nos preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente. Pero Dios actúa a través de eventos y personas. José era el hombre por medio del cual Dios se ocupó de los comienzos de la historia de la redención. Él era el verdadero “milagro” con el que Dios salvó al Niño y a su madre. El cielo intervino confiando en la valentía creadora de este hombre, que cuando llegó a Belén y no encontró un lugar donde María pudiera dar a luz, se instaló en un establo y lo arregló hasta convertirlo en un lugar lo más acogedor posible para el Hijo de Dios que venía al mundo (cf. Lc 2,6-7). Ante el peligro inminente de Herodes, que quería matar al Niño, José fue alertado una vez más en un sueño para protegerlo, y en medio de la noche organizó la huida a Egipto (cf. Mt 2,13-14).
De una lectura superficial de estos relatos se tiene siempre la impresión de que el mundo esté a merced de los fuertes y de los poderosos, pero la “buena noticia” del Evangelio consiste en mostrar cómo, a pesar de la arrogancia y la violencia de los gobernantes terrenales, Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación. Incluso nuestra vida parece a veces que está en manos de fuerzas superiores, pero el Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante, con la condición de que tengamos la misma valentía creativa del carpintero de Nazaret, que sabía transformar un problema en una oportunidad, anteponiendo siempre la confianza en la Providencia.
Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar.
Es la misma valentía creativa que mostraron los amigos del paralítico que, para presentarlo a Jesús, lo bajaron del techo (cf. Lc 5,17-26). La dificultad no detuvo la audacia y la obstinación de esos amigos. Ellos estaban convencidos de que Jesús podía curar al enfermo y «como no pudieron introducirlo por causa de la multitud, subieron a lo alto de la casa y lo hicieron bajar en la camilla a través de las tejas, y lo colocaron en medio de la gente frente a Jesús. Jesús, al ver la fe de ellos, le dijo al paralítico: “¡Hombre, tus pecados quedan perdonados!”» (vv. 19-20). Jesús reconoció la fe creativa con la que esos hombres trataron de traerle a su amigo enfermo.
El Evangelio no da ninguna información sobre el tiempo en que María, José y el Niño permanecieron en Egipto. Sin embargo, lo que es cierto es que habrán tenido necesidad de comer, de encontrar una casa, un trabajo. No hace falta mucha imaginación para llenar el silencio del Evangelio a este respecto. La Sagrada Familia tuvo que afrontar problemas concretos como todas las demás familias, como muchos de nuestros hermanos y hermanas migrantes que incluso hoy arriesgan sus vidas forzados por las adversidades y el hambre. A este respecto, creo que san José sea realmente un santo patrono especial para todos aquellos que tienen que dejar su tierra a causa de la guerra, el odio, la persecución y la miseria.
Al final de cada relato en el que José es el protagonista, el Evangelio señala que él se levantó, tomó al Niño y a su madre e hizo lo que Dios le había mandado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). De hecho, Jesús y María, su madre, son el tesoro más preciado de nuestra fe[21].
En el plan de salvación no se puede separar al Hijo de la Madre, de aquella que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con su Hijo hasta la cruz»[22].
Debemos preguntarnos siempre si estamos protegiendo con todas nuestras fuerzas a Jesús y María, que están misteriosamente confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra custodia. El Hijo del Todopoderoso viene al mundo asumiendo una condición de gran debilidad. Necesita de José para ser defendido, protegido, cuidado, criado. Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María, que encuentra en José no sólo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre velará por ella y por el Niño. En este sentido, san José no puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en la maternidad de la Iglesia se manifiesta la maternidad de María[23]. José, a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia, sigue amparando al Niño y a su madre, y nosotros también, amando a la Iglesia, continuamos amando al Niño y a su madre.
Este Niño es el que dirá: «Les aseguro que siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). Así, cada persona necesitada, cada pobre, cada persona que sufre, cada moribundo, cada extranjero, cada prisionero, cada enfermo son “el Niño” que José sigue custodiando. Por eso se invoca a san José como protector de los indigentes, los necesitados, los exiliados, los afligidos, los pobres, los moribundos. Y es por lo mismo que la Iglesia no puede dejar de amar a los más pequeños, porque Jesús ha puesto en ellos su preferencia, se identifica personalmente con ellos. De José debemos aprender el mismo cuidado y responsabilidad: amar al Niño y a su madre; amar los sacramentos y la caridad; amar a la Iglesia y a los pobres. En cada una de estas realidades está siempre el Niño y su madre.
6. Padre trabajador
Un aspecto que caracteriza a san José y que se ha destacado desde la época de la primera Encíclica social, la Rerum novarum de León XIII, es su relación con el trabajo. San José era un carpintero que trabajaba honestamente para asegurar el sustento de su familia. De él, Jesús aprendió el valor, la dignidad y la alegría de lo que significa comer el pan que es fruto del propio trabajo.
En nuestra época actual, en la que el trabajo parece haber vuelto a representar una urgente cuestión social y el desempleo alcanza a veces niveles impresionantes, aun en aquellas naciones en las que durante décadas se ha experimentado un cierto bienestar, es necesario, con una conciencia renovada, comprender el significado del trabajo que da dignidad y del que nuestro santo es un patrono ejemplar.
El trabajo se convierte en participación en la obra misma de la salvación, en oportunidad para acelerar el advenimiento del Reino, para desarrollar las propias potencialidades y cualidades, poniéndolas al servicio de la sociedad y de la comunión. El trabajo se convierte en ocasión de realización no sólo para uno mismo, sino sobre todo para ese núcleo original de la sociedad que es la familia. Una familia que carece de trabajo está más expuesta a dificultades, tensiones, fracturas e incluso a la desesperada y desesperante tentación de la disolución. ¿Cómo podríamos hablar de dignidad humana sin comprometernos para que todos y cada uno tengan la posibilidad de un sustento digno?
La persona que trabaja, cualquiera que sea su tarea, colabora con Dios mismo, se convierte un poco en creador del mundo que nos rodea. La crisis de nuestro tiempo, que es una crisis económica, social, cultural y espiritual, puede representar para todos un llamado a redescubrir el significado, la importancia y la necesidad del trabajo para dar lugar a una nueva “normalidad” en la que nadie quede excluido. La obra de san José nos recuerda que el mismo Dios hecho hombre no desdeñó el trabajo. La pérdida de trabajo que afecta a tantos hermanos y hermanas, y que ha aumentado en los últimos tiempos debido a la pandemia de Covid-19, debe ser un llamado a revisar nuestras prioridades. Imploremos a san José obrero para que encontremos caminos que nos lleven a decir: ¡Ningún joven, ninguna persona, ninguna familia sin trabajo!
7. Padre en la sombra
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su libro La sombra del Padre[24], noveló la vida de san José. Con la imagen evocadora de la sombra define la figura de José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial en la tierra: lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos. Pensemos en aquello que Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, donde viste cómo el Señor, tu Dios, te cuidaba como un padre cuida a su hijo durante todo el camino» (Dt 1,31). Así José ejercitó la paternidad durante toda su vida[25].
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él.
En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en día necesita padres. La amonestación dirigida por san Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán tener diez mil instructores, pero padres no tienen muchos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería poder decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré para Cristo al anunciarles el Evangelio» (ibíd.). Y a los Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (4,19).
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su silencio persistente no contempla quejas, sino gestos concretos de confianza. El mundo necesita padres, rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren usar la posesión del otro para llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con autoritarismo, servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con asistencialismo, fuerza con destrucción. Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración.
La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios. Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que vive plenamente su paternidad sólo cuando se ha hecho “inútil”, cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado. Después de todo, eso es lo que Jesús sugiere cuando dice: «No llamen “padre” a ninguno de ustedes en la tierra, pues uno solo es su Padre, el del cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la condición de ejercer la paternidad, debemos recordar que nunca es un ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior. En cierto sentido, todos nos encontramos en la condición de José: sombra del único Padre celestial, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45); y sombra que sigue al Hijo.
* * *
«Levántate, toma contigo al niño y a su madre» (Mt 2,13), dijo Dios a san José.
El objetivo de esta Carta apostólica es que crezca el amor a este gran santo, para ser impulsados a implorar su intercesión e imitar sus virtudes, como también su resolución.
En efecto, la misión específica de los santos no es sólo la de conceder milagros y gracias, sino la de interceder por nosotros ante Dios, como hicieron Abrahán[26] y Moisés[27], como hace Jesús, «único mediador» (1 Tm 2,5), que es nuestro «abogado» ante Dios Padre (1 Jn 2,1), «ya que vive eternamente para interceder por nosotros» (Hb 7,25; cf. Rm 8,34).
Los santos ayudan a todos los fieles «a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»[28]. Su vida es una prueba concreta de que es posible vivir el Evangelio.
Jesús dijo: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), y ellos a su vez son ejemplos de vida a imitar. San Pablo exhortó explícitamente: «Vivan como imitadores míos» (1 Co 4,16)[29]. San José lo dijo a través de su elocuente silencio.
Ante el ejemplo de tantos santos y santas, san Agustín se preguntó: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas?». Y así llegó a la conversión definitiva exclamando: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva!»[30].
No queda más que implorar a san José la gracia de las gracias: nuestra conversión.
A él dirijamos nuestra oración:
Roma, en San Juan de Letrán, 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, del año 2020, octavo de mi pontificado.
Francisco
[1] Lc 4,22; Jn 6,42; cf. Mt 13,55; Mc 6,3.
[2] S. Rituum Congreg., Quemadmodum Deus (8 diciembre 1870): ASS 6 (1870-71), 194.
[3] Cf. Discurso a las Asociaciones cristianas de Trabajadores italianos con motivo de la Solemnidad de san José obrero (1 mayo 1955): AAS 47 (1955), 406.
[4] Exhort. ap. Redemptoris custos (15 agosto 1989): AAS 82 (1990), 5-34.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 1014.
[6] Meditación en tiempos de pandemia (27 marzo 2020): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (3 abril 2020), p. 3.
[7] In Matth. Hom, V, 3: PG 57, 58.
[8] Homilía (19 marzo 1966): Insegnamenti di Paolo VI, IV (1966), 110.
[9] Cf. Libro de la vida, 6, 6-8.
[10] Todos los días, durante más de cuarenta años, después de Laudes, recito una oración a san José tomada de un libro de devociones francés del siglo XIX, de la Congregación de las Religiosas de Jesús y María, que expresa devoción, confianza y un cierto reto a san José: «Glorioso patriarca san José, cuyo poder sabe hacer posibles las cosas imposibles, ven en mi ayuda en estos momentos de angustia y dificultad. Toma bajo tu protección las situaciones tan graves y difíciles que te confío, para que tengan una buena solución. Mi amado Padre, toda mi confianza está puesta en ti. Que no se diga que te haya invocado en vano y, como puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que tu bondad es tan grande como tu poder. Amén».
[11] Cf. Dt 4,31; Sal 69,17; 78,38; 86,5; 111,4; 116,5; Jr 31,20.
[12] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 88, 288: AAS 105 (2013), 1057, 1136-1137.
[13] Cf. Gn 20,3; 28,12; 31,11.24; 40,8; 41,1-32; Nm 12,6; 1 Sam 3,3-10; Dn 2; 4; Jb 33,15.
[14] En estos casos estaba prevista la lapidación (cf. Dt 22,20-21).
[15] Cf. Lv 12,1-8; Ex 13,2.
[16] Cf. Mt 26,39; Mc 14,36; Lc 22,42.
[17] S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Redemptoris custos (15 agosto 1989), 8: AAS 82 (1990), 14.
[18] Homilía en la Santa Misa con beatificaciones, Villavicencio – Colombia (8 septiembre 2017): AAS 109 (2017), 1061.
[19] Enchiridion de fide, spe et caritate, 3.11: PL 40, 236.
[20] Cf. Dt 10,19; Ex 22,20-22; Lc 10,29-37.
[21] Cf. S. Rituum Congreg., Quemadmodum Deus (8 diciembre 1870): ASS 6 (1870-71), 193; B. Pío IX, Carta ap. Inclytum Patriarcham (7 julio 1871): l.c., 324-327.
[22] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 58.
[23] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 963-970.
[24] Edición original: Cień Ojca, Varsovia 1977.
[25] Cf. S. Juan Pablo II, Exhort. ap. Redemptoris custos, 7-8: AAS 82 (1990), 12-16.
[26] Cf. Gn 18,23-32.
[27] Cf. Ex 17,8-13; 32,30-35.
[28] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 42.
[29] Cf. 1 Co 11,1; Flp 3,17; 1 Ts 1,6.
[30] Confesiones, 8, 11, 27: PL 32, 761; 10, 27, 38: PL 32, 795.
lunes, 8 de marzo de 2021
CARTA DEL PAPA SAN JUAN PABLO II A LAS MUJERES
os doy mi más cordial saludo:
1. A cada una de vosotras dirijo esta carta con objeto de compartir y manifestar gratitud, en la proximidad de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de septiembre.
Ante todo deseo expresar mi vivo reconocimiento a la Organización de las Naciones Unidas, que ha promovido tan importante iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer también su contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las mujeres, no sólo a través de la aportación específica de la Delegación oficial de la Santa Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a la mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la visita que la Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la Conferencia, me ha hecho precisamente con vistas a este importante encuentro, le he entregado un Mensaje en el que se recogen algunos puntos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia al respecto. Es un mensaje que, más allá de la circunstancia específica que lo ha inspirado, se abre a la perspectiva más general de la realidad y de los problemas de las mujeres en su conjunto, poniéndose al servicio de su causa en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Por lo cual he dispuesto que se enviara a todas las Conferencias Episcopales, para asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho documento, quiero ahora dirigirme directamente a cada mujer, para reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema esencial de la dignidad y de los derechos de las mujeres, considerados a la luz de la Palabra de Dios.
El punto de partida de este diálogo ideal no es otro que dar gracias. « La Iglesia —escribía en la Carta apostólica Mulieris dignitatem— desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las "maravillas de Dio", que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella » (n. 31).
2. Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad.
Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del « misterio », a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta « esponsal », que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
3. Pero dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final de este segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su mensaje ha sido comprendido y llevado a término?
Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e inmensa « tradición » femenina, la humanidad tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!
4. Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la política del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran la « civilización del amor ».
5. Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación femenina en el mundo, cómo no recordar la larga y humillante historia —a menudo « subterránea »— de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos además no denunciar la difundida cultura hedonística y comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a chicas incluso de muy joven edad a caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo.
Ante estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las atrocidades que por desgracia tienen lugar en contextos de guerra todavía tan frecuentes en el mundo, sino también en situaciones de bienestar y de paz, viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea.
6. Mi « gratitud » a las mujeres se convierte pues en una llamada apremiante, a fin de que por parte de todos, y en particular por parte de los Estados y de las instituciones internacionales, se haga lo necesario para devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A este propósito expreso mi admiración hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado.
Como expuse en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Pazde este año, mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que « ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es necesario continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad.
7. Permitidme pues, queridas hermanas, que medite de nuevo con vosotras sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación del ser humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en el mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente verdadero: « Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó » (Gn 1, 27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado « a imagen y semejanza de Dios » (cf. Gn 1, 26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano en el conjunto de la obra de la creación.
Se dice además que el ser humano, desde el principio, es creado como « varón y mujer » (Gn 1, 27). La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible, ve que está solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de tal situación de soledad: « No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (Gn 2, 18). En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda: ayuda —mírese bien— no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo « humano » tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de « ayuda », no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino » y de lo « femenino » lo « humano » se realiza plenamente.
8. Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: « Llenad la tierra y sometedla » (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la « unidad de los dos », o sea una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante.
A esta « unidad de los dos » confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia. Si durante el Año internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una nueva toma de conciencia de la múltiple aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades y naciones. Es una aportación, ante todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero también socio-política y económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer los diversos sectores de la sociedad, los Estados, las culturas nacionales y, en definitiva, el progreso de todo el genero humano!
9. Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al « genio de la mujer ».
A este respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres comprometidas en los más diversos sectores de la actividad educativa, fuera de la familia: asilos, escuelas, universidades, instituciones asistenciales, parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se da la exigencia de un trabajo formativo se puede constatar la inmensa disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones humanas, especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En este cometido manifiestan una forma de maternidad afectiva, cultural y espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por la influencia que tiene en el desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad. ¿Cómo no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes, han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su principal servicio? Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del mundo, dando un testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues, queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención sobre el tema del « genio de la mujer », no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la eclesial. Precisamente sobre este tema, ya tratado con ocasión del Año Mariano, tuve oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris dignitatem, publicada en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar idealmente la Mulieris dignitatem, invitándoles a reflexionar sobre el significativo papel que la mujer tiene en sus vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las obras apostólicas. Es ésta otra dimensión, —diversa de la conyugal, pero asimismo importante— de aquella « ayuda » que la mujer, según el Génesis, está llamada a ofrecer al hombre.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del « genio femenino » y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido « esclava del Señor » (Lc 1, 38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico « reinar ». No es por casualidad que se la invoca como « Reina del cielo y de la tierra ». Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como « Reina » muchos pueblos y naciones. ¡Su « reinar » es servir! ¡Su servir es « reinar »!
De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El « reinar » es la revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a « imagen » de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que « Dios ha amado por sí misma », como enseña el Concilio Vaticano II, el cual añade significativamente que el hombre « no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo » (Gaudium et spes, 24).
En esto consiste el « reinar » materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino trascendente. A esta meta final llega cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de la mujer.
11. En este horizonte de « servicio » —que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera « realeza » del ser humano— es posible acoger también, sin desventajas para la mujer, una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo —con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial— ha confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono » de su rostro de « pastor » y de « esposo » de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del «sacerdocio común », fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de « signos » elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea de esta economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la « femineidad » vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en la « femineidad » de la mujer creyente, y particularmente en el de la « consagrada », se da una especie de « profecía » inmanente (cf. Mulieris dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo « carácter de icono », que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón « virgen », para ser « esposa » de Cristo y « madre » de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad « icónica » de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio « mariano » y el « apostólico-petrino » (cf. ibid., 27).
Por otra parte —lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del Jueves Santo de este año— el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo « no es expresión de dominio, sino de servicio » (n. 7). Es deber urgente de la Iglesia, en su renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del respeto y valoración de los innumerables carismas personales y comunitarios que el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el servicio a los hombres.
En este amplio ámbito de servicio, la historia de la Iglesia en estos dos milenios, a pesar de tantos condicionamientos, ha conocido verdaderamente el « genio de la mujer », habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran talla que han dejado amplia y beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie de mártires, de santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en santa Catalina de Siena y en santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió el título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido iniciativas de extraordinaria importancia social especialmente al servicio de los más pobres? En el futuro de la Iglesia en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y admirables manifestaciones del « genio femenino ».
12. Vosotras veis, pues, queridas hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia para desear que, en la próxima Conferencia, promovida por las Naciones Unidas en Pekín, se clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su debido relieve al « genio de la mujer », teniendo en cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también a las sencillas, que expresan su talento femenino en el servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza —no solamente física, sino sobre todo espiritual— con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y especialmente a la mujer.
Mientras confío al Señor en la oración el buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito a las comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión para una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo precisamente por el don de un bien tan grande como es el de la femineidad: ésta, en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión al servicio de la humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de Dios.
Con mi Bendición.
Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, del año 1995.
JUAN PABLO II